Tatuaje


Dina decidió tatuarse el mapamundi. Completo y detallado. Esférico, casi. Un mapamundi que decorase su vientre y abrazase sus glúteos. En el centro, justo en el ombligo, longitud y latitud exactas, Estambul. Quería océanos azul Esmirna y mares azul turquesa, cordilleras color Siena y valles verde oliva; quería desiertos ocre y selvas esmeralda y en el centro, justo en el ombligo, Estambul dorado.

Frente al espejo Dina contempla su cuerpo desnudo, blanco, inmenso. Imagina las líneas onduladas del mapa sobre su abdomen. La uña pintada de azul de su índice dibuja desde el ombligo el perfil de la costa este del Mediterráneo. Imagina el continente africano perdiéndose en su pubis y sonríe: tierra salvaje e inexplorada.

Se viste despacio, analizando su reflejo con ojo de modista. Coloca cuidadosamente cada una de las prendas que la cubren poco a poco. Nada queda al azar, cada pieza en su lugar para tapar, esconder, modelar. Camiseta negra ajustada de cuello vuelto, para ocultar la papada y mantener la carne firme. Mallas negras gruesas, 60 denim, sujetan y afinan la pantorrilla. Vestido también negro de tejido vaporoso con mangas amplias, ajustado en los hombros y de corte evasé. El largo, justo por debajo de la rodilla. Chaleco rojo largo con buena caída, un toque informal de color sobre el vestido. Zapatos bajos, anchos y negros con detalles en rojo y turquesa: atenúan el dolor de pies y no recuerdan a las zapatillas de su abuela.

El peinado tampoco es casual: trata de disimular, parecer más delgada, afilar un poco la cara escondiendo las mejillas llenas. Media melena negra y lisa; el flequillo, desigual y desordenado, peinado hacia la derecha; reflejos casi azulados: todo estudiado al milímetro para que, al salir de casa, al menos diez kilos queden camuflados.

Un enorme bolso de rayas rojas y negras, una boina roja y un foulard a juego completan el atuendo. Un anillo grande color turquesa en la mano derecha, otro más pequeño, negro, en la izquierda. Dina está guapa, se ve guapa.

En el metro Dina viaja de pie. No le gusta la cara que pone la gente cuando se acerca para sentarse a su lado. Es consciente de que su volumen asusta, impone y provoca rechazo. Sabe que la miran, pero no como a esa rubia escultural que acaba de entrar embutida en unos vaqueros de niña.

En los ojos de las mujeres detecta una pizca de compasión y una buena dosis de terror: muchas se pondrán hoy mismo a dieta para no parecérsele. En los ojos de los hombres no ve nada porque ellos no la ven. Transparente para los hombres y obscena para las mujeres.

Dentro de los túneles observa su reflejo en las ventanillas del vagón y busca morbosamente los ojos de aquellas que la miran disimuladamente. Sostiene sus miradas hasta que ellas bajan los ojos. Quiere creer que se avergüenzan, que se sienten culpables por lo que han pensado al verla. Saborea su imaginario triunfo: “No me mires tanto, puta” −les dice mentalmente. Todas son sospechosas de despreciarla. Le entran ganas de tranquilizarlas, de decirles amablemente, para hacerles sentir aún peor: “no te preocupes, a ti esto no te va a pasar”, como si le hubiera salido una cola de vaca o rayas de cebra: “No os preocupéis, esto no os va a pasar, putas”.

Camina por la calle mirándose con disimulo en los escaparates. Compara su silueta y su atuendo con los de otras mujeres y a todas les saca defectos. Ninguna es perfecta, ninguna debería tener el valor de criticarla o la caradura de compadecerla. Las insulta mentalmente: “Eres una hortera, esa falda te queda de pena”. “Puta” −su insulto favorito. “No tienes culo para llevar esos vaqueros” o “Mira la pija, con esa nariz y esos pelos, parece una verdulera”. Son cosas que nunca diría en voz alta, su carácter para con los demás es pacífico y alegre, nada que ver con ese demonio que se despierta cuando detecta una mirada compasiva o un gesto de repulsión.

En el local de tatuajes una chica con el pelo rosa y extremadamente delgada, espera. Lleva las piernas y los brazos completamente tatuados, de hombro a muñeca un arabesco de serpientes, pájaros y calaveras cubren la piel pegada al hueso. La minifalda permite ver un diseño de dragones que luchan sobre su muslo derecho y algo parecido a una cornucopia llena de relojes, botellas e instrumentos musicales en el izquierdo. Es fea, la nariz demasiado pequeña, la boca demasiado grande, los ojos hundidos y opacos. Sin dejar de observarla, Dina se sienta en una banqueta y se desborda. Está cómoda, pero le duelen los pies.

El tatuador sale de la trastienda. La chica delgada le alarga un billete sin decir palabra y él lo guarda en la caja sin mirarla mientras ella le sonríe, se vuelve y sale andando despacio, contoneándose un poco, casi levitando sobre sus botas rojas. Dina capta el intento de la chica de llamar la atención del hombre. Sin embargo, él parece no verla, mira a Dina, sonríe y saluda:

-Hola, ¿qué querías?

-Tengo una cita… Dina.

-¡Ah, sí! Pasa.

Dina se fija en los hombros y brazos tatuados del joven, toda una filigrana de colores casi imposible de descifrar al primer vistazo. Es hermoso el conjunto. Mientras el hombre prepara una silla para ella, Dina observa con atención el brazo derecho. Una pluma de ave le cubre la parte de atrás del brazo, hasta el codo. Da la impresión de ser tan suave al tacto como una verdadera pluma. El cañón, mojado en tinta negra, se apoya en el final de una frase que recorre el antebrazo hasta la muñeca, pero Dina no consigue leerla.

-¿Sabes ya lo que quieres? -pregunta él.

-Sí, un mapamundi.

-Bien, pero primero quisiera saber por qué quieres hacértelo.

Extrañada, Dina le mira y se sienta con dificultad. La silla, de madera con brazos curvados, le resulta algo estrecha.

-¿Es importante?

-Sí. Si no estás segura luego te arrepentirás y tendrás que gastarte una pasta en quitártelo, si es que consigues quitarlo del todo… Mis tintas son buenas.

-Estoy segura -afirma ella.

-¿Por qué?

-Porque es lo que le falta a mi cuerpo para gustarme. Lo quiero aquí −dice señalándose el abdomen−, Estambul en el ombligo y luego el resto, hasta atrás -y acompaña sus palabras con un movimiento envolvente de sus manos, una caricia redonda desde el ombligo hasta las caderas.

-Ya -la mira con aire experto, como si visualizase el resultado final de su trabajo-. O sea, un mapamundi esférico ¿no?

Dina se sonroja. Eso es exactamente lo que ha imaginado pero, desnuda ante el espejo, “esférico” significaba “hermoso”; en boca de este hombre que la mira sonriendo, “esférico” parece ser sinónimo de “inmenso”.

-Más o menos -contesta con un hilo de voz. Se anticipa a la humillación, a la ofensa.

-¿Has pensado qué pasará cuando adelgaces?

-¿Adelgazar? -la pregunta le ha pillado desprevenida-. ¿Por qué iba a adelgazar?

-Bueno, puede ocurrir ¿no? Y entonces tu mapamundi quedaría, ¿cómo decirlo…? Bastante deslucido…

-Deslucido… -no esperaba esa palabra de un tatuador con rastas-. Es igual, nunca adelgazaré.

-¿Por qué?

-Soy así -contesta Dina mirándose las rodillas.

-Nadie “es” así. Si estás a gusto contigo misma no tengo nada que objetar, pero por lo que me has dicho, parece que no lo estás.

-No lo estoy, pero soy así… gorda, muy gorda -contesta Dina con un cierto mal humor.

¿Qué sabe este tío de ella? ¿Qué sabe de sus kilos o de su cuerpo?

-A ver… un tatuaje es permanente, te puede quedar estupendo estando así, pero cuando adelgaces, en lugar de hacerte sentir mejor te hará sentir peor.

-Siempre voy a estar así.

-Tal vez no. Quizá un día decidas ponerte a dieta…

-¡No funciona! -le interrumpe enfadada-. Las dietas no funcionan, por eso estoy así.

-Bien, has dicho “estoy”, eso ya es un avance.

-Quería decir “soy”.

-Pero has dicho “estoy” -y sonríe-. Tengo otra duda. ¿Por qué Estambul en el ombligo?

En la mente de Dina aparecen los minaretes de las mezquitas, las calles estrechas, los barcos, los palacios. De pronto le da la sensación de que huele a canela, a miel y azahar, a incienso. En su imaginación se mezclan los velos de gasa, los pastelillos con pistachos y el aroma del cordero.

-Porque me gusta -contesta con una sonrisa. Está dispuesta a la tregua, como siempre.

-Es una ciudad preciosa, sí, pero me llama la atención. ¿Algo personal allí? -y le guiña un ojo cómplice.

-No, no he ido nunca, es sólo por lo que he leído -Dina ha ido relajándose.

-¿Qué has leído?

Dina vuelve a sonrojarse. Por un momento le parece que su respuesta va a parecer absurda pero, por alguna razón, se siente obligada a ser sincera.

-He leído que allí las mujeres gordas se consideran las más bellas.

-Ja, ja, ja -ríe el tatuador, y Dina se pone aún más colorada-. Perdona. Eso pasa en Estambul y en mi pueblo. Hay gustos para todo.

-Ya, hasta yo puedo gustarle a alguien ¿no? -pregunta ofendida. La paz ha durado poco.

-No te molestes. Eres guapa, seguro que le gustas a más de uno. Mírame a mí, lo feo que soy y no sabes el éxito que tengo -se ríe de nuevo.

-Ya… es distinto -verdaderamente es un hombre feo, pero tiene un cierto atractivo.

-Te estás equivocando. No voy a hacerte el tatuaje -se levanta y se acerca a la puerta.

-Pero… ¡te lo voy a pagar!

-Ya imagino.

-Quiero decir… es decisión mía ¿no? Yo soy la clienta.

-Es decisión mía, que tengo que currármelo ¿no crees?

-Pero yo lo quiero. Si no me lo haces tú buscaré otro sitio -Dina se levanta enfadada y le sigue hacia la salida.

-Allá tú.

Dina sale del local tan rápido como puede, se para junto a la puerta y deja reposar su cuerpo contra la pared desconchada. Levanta la cabeza y cierra los ojos. Está furiosa, tiene ganas de llorar. ¿Qué le importa a ese hombre la razón por la que quiere tatuarse? ¿Qué le importa si adelgaza o no? ¿Qué más le da lo que le vaya a ocurrir a ella una vez que atraviese la puerta con su tatuaje hecho y pagado? Está segura de que no va a adelgazar, no puede, eso es algo que nunca va a ocurrir. Necesita el mapamundi: con eso será hermosa, diferente, no una gorda repulsiva sino una mujer única. Todo girará en torno a ese Estambul dorado, el mundo entero prendido de la belleza esférica de su abdomen. No habrá mirada ni gesto que pueda ofenderla, Estambul la protegerá. Será como un tesoro escondido, el premio insospechado para el hombre que la desvista, un universo privado capaz de conquistar al explorador que quiera adentrarse en el mapa de su cuerpo. Necesita los perfiles de los continentes para guiar las caricias del amante que llegue a descubrir el camino hacia ella. El vello de la nuca se le eriza al recordar la uña azul dibujando la costa del Mediterráneo.

El hombre de las rastas se asoma a la puerta, se apoya en la pared a su lado y enciende un cigarrillo. Fuma en silencio mientras ella trata de retomar el hilo de sus pensamientos. El futuro amante, el placer, el amor, el mapa que debería ser la clave de su felicidad. Una lágrima, sólo una, rueda por su mejilla izquierda, llena y sonrosada. El hombre apaga el cigarrillo con el pie, se acerca más a ella y le susurra al oído:

-No necesitas ese tatuaje, Estambul está detrás de tu ombligo.

Dina abre los ojos, baja la cabeza y fija su mirada en el cigarrillo aplastado. Él levanta y gira el brazo para que ella pueda verlo. La pluma señala el final de la frase. Asombrada, Dina lee: “Estambul está detrás de tu ombligo”. Levanta la vista despacio y le mira boquiabierta. Él sonríe, enseñando unos dientes dispares y desordenados. A pesar de todo, tiene una sonrisa hermosa.

-No entiendo…

-No hay nada que entender. ¿Te llamo mañana?

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